Soy vasca. De hecho soy MUY vasca. 5 años después de mudarme a Barcelona todavía suelto un “agur” cuando salgo de las tiendas, me indigno por los cubatas en vaso de tubo y me entra un subidón violento-sexual bastante enfermo cuando escucho una manifa cerca.
Como buena vasca, de pura cepa, de RH-, siempre he sido completamente nula en las artes de la seducción. Un vasco es al cortejo como lo que Agatha Ruiz de la Prada al mundo de la moda, tiene conciencia de su falta de talento y decide hacer de ello un chiste de mal gusto.
Lo de que en Euskadi follar “no es un pecado sino un milagro” no se dice por decir. Yo he salido de juerga con escotes de los de media galleta vista sin tener ni si quiera una cebolleta intrépida rondándome en toda la noche. He sido la simpática, la borde, la borracha desorientada y la filósofa con un puntito violable, y ni por esas. Los vascos somos gente de farra, en nuestra cultura ser un borracho es algo honorable, aguantar una botella de pacharán sin perder el eje de verticalidad con el suelo te convierte automáticamente en un referente social, un pilar de la comunidad.
El pacharán y el kalimotxo calentorro no son especialmente afrodisíacos, más bien tienden a desconectarte la centralita de los bajos del cerebro. Bueno, de todo el cuerpo del cerebro. Para las 3 de la mañana todos somos como una versión de Chimo Bayo mutada por las aguas tóxicas de la Ría de Bilbao y la música de payasos pro-etarras muy típicos en nuestra tierra.
El engorile festivo remata nuestra ya de por si poca habilidad a la hora de buscar un meneo, cualquier intento de mojar está desatado por un exceso de confianza del tipo “Jose Cuervo” y la mitad de las veces ese espíritu arrebatador de Julio Iglesias se disuelve en forma de pota en la puerta del garito mucho antes de que ninguno de los dos implicados comprueben cual de ellos lleva el condón menos caducado en la cartera.
Pero para asegurar la supervivencia de la estirpe vasca cada verano llegan a Euskadi las fiestas, esa semana al año en la que cada pueblo abre la veda al despiporre, a la picaresca, como cuando nuestros padres se iban a Perpignan a ver pelis verdelonas, pero en vivo y en directo y con carreras de burros incluidas.
En Vitoria llevamos lo de las fiestas al TOP con un fenómeno que yo denomino EL EROTISMO RURAL. Durante los 5 días que duran las fiestas todo Dios, en un rango de edad que va desde los 2 meses a los 90 años, los vitorianos nos ponemos el traje regional y nos degeneramos hasta los extremos más lamentables en dignidad e higiene. Pero ligamos. En Vitoria en 5 putos días se liga todo lo del año, así, de golpe. Y es por el puto traje, EL PU-TO TRA-JE.
El nacionalismo no solo nos lo han metido en la cabeza, a mí al menos se me ha filtrado hasta el coño seguro. Por algo será que veo la foto de Sabino Arana con su txapela y su barba prehipster y no puedo evitar pensar “Puto nazi sexy cabrón” y me monto la olla de si querría follar conmigo a pesar de no tener mis 8 apellidos en regla. En serio, me hace mucha ilusión pensar que se saltaría la raza pura por el forro de sus pelotas vascas y me haría un apaño en la trasera de su baserri. No me importaría que no se lo contase a su familia, todos tenemos nuestras cosillas, racistas o no.
Sea como fuere esta mierda nos ha calado muy dentro. Cuando los vascos nos vemos vestidos con esas pintas del siglo XIX nos queremos reventar sin pudor. Durante esos 5 días los pololos se vuelven la prenda de ropa interior más erótica que existe en una mujer y la blusa morada de vino la máxima expresión de la masculinidad en los hombres, el fetiche de toda vitoriana en celo.
Las fiestas son cortas pero intensas, llenas de recuerdos difusos y fallos hepáticos, pero el erotismo rural a mí me acompaña siempre. Aunque ahora viva en Barcelona y la promiscuidad colectiva me haya permitido ligar a pesar de mi incompetencia, cuando conozco a un tío que me hace vibrar tanto la patata como la pepitilla, mi yo interior lo tiene muy claro “Si no puede partir un tronco o levantar una puta piedra esto se va a la mierda.”